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martes, 4 de septiembre de 2007

La Cenicienta

Este cuento de hadas es un mito. Nos puede parecer que este cuento de niños tiene muy poco que ver con una discusión seria de adultos, relacionada con algo tan profundo como la creación del mundo que conocemos. Ciertamente, no vamos a descubrir información científica acerca de los eventos en una fuente como esa.
En primer lugar, el cuento de la Cenicienta tiene un final feliz y, por esa razón, parece no ser muy realista, de acuerdo con muchos educadores, puesto que no prepara adecuadamente a los niños para las desilusiones de la vida. Las hadas madrinas son, definitivamente, una cosa de la imaginación de los narradores de historias. Muchos adultos serios y formales nos dirán que soñar despiertos y pensar con el deseo no conduce a ninguna parte.
Sin embargo, en el cuento de la Cenicienta, la heroína, aunque pobre y humilde, se las arregla para lograr un objetivo, aparentemente imposible de alcanzar. Su deseo de asistir a un baile espectacular, para encontrarse con el príncipe, da inicio a una serie de eventos mágicos, todos ellos fuera de los dictados de la lógica. De pronto aparece el hada madrina y utilizando objetos normales de la vida diaria los transforma súbitamente. Tenemos entonces una calabaza convertida en un carruaje y otras transformaciones de naturaleza semejante.
Este cuento siempre ha sido muy bien recibido por los niños, porque ellos reconocen la validez que se esconde detrás de él. La hada madrina es una personificación creativa de los elementos personalizados de la Estructura 2. Es una personificación del ego interior, que surge para acudir en ayuda del ser mortal, para garantizarle sus deseos, aun cuando las intenciones del ser mortal parecen no ajustarse a la estructura práctica de la vida normal. Cuando el ego interior responde de esta manera, las circunstancias comunes, ordinarias e inocuas, de pronto aparecen cargadas con nueva vitalidad y parecen actuar en beneficio de la persona involucrada.
Las personas mayores que leen este cuento, ya pueden ser muy viejas para recordar con claridad las constantes fantasías de la niñez. Los niños saben muy bien, de manera automática, que ellos tienen una mano fuerte en la creación de los eventos que parecen sucederles. Ellos lo experimentan con mucha frecuencia, secretamente, puesto que sus mayores, al mismo tiempo, están tratando de que ellos se acomoden a una determinada realidad concreta, que ha sido producida masivamente para ellos.
Los niños experimentan con la creación de eventos agradables y aterradores, tratando de cerciorarse de la naturaleza del control que tienen sobre su propia experiencia. Los niños imaginan experiencias agradables y terroríficas. Se mantienen fascinados con los efectos que tienen sus pensamientos, sentimientos y propósitos sobre los eventos diarios. Se trata de un proceso natural de aprendizaje. Ellos pueden crear duendes y fantasmas y también los hacen desaparecer. Si con sus propios pensamientos consiguen enfermarse, no hay razón para que se preocupen por la enfermedad, pues es de su propia creación. Todos estos procesos de aprendizaje se truncan muy pronto. Cuando nos convertimos en adultos, parece que tuviéramos la certeza de que somos seres subjetivos en un mundo objetivo, a merced de otros, y con un control muy superficial sobre los eventos de nuestras vidas.
El cuento de la Cenicienta se convierte en una fantasía, en una ilusión. También se puede convertir en un cuento sobre el despertar de la sexualidad, según Freud. Las desilusiones que hemos vivido, hacen que este cuento parezca una contradicción de las realidades de la vida. De alguna manera, el niño que existe en nosotros recuerda cierta sensación de poder, obtenido a medias y casi logrado, pero perdido para siempre. También recuerda, sutilmente, una dimensión de existencia en la que los sueños, literalmente, se convertían en realidad. El niño que hay en nosotros siente mucho más que eso. Siente su más grande realidad dentro de otra estructura, de la cual apenas ahora emergió y con la cual estaba íntimamente conectado. El niño se sentía rodeado por las realidades más amplias de la Estructura 2. El niño sabía que venía de otra parte, no por casualidad, sino por designio. El niño sabía que, de una u otra manera, sus más íntimos pensamientos, sueños y gestos, estaban tan conectados con el mundo natural como las hojas de hierba del prado. El niño sabía que era un ser único y original.
Los niños experimentan constantemente, en un esfuerzo por descubrir los efectos que tienen sus pensamientos, intenciones y deseos sobre otras personas y el grado en que esas otras personas influencian su comportamiento. En este sentido, los niños tratan directamente con probabilidades, de una manera distinta al comportamiento de los adultos. Ellos hacen deducciones más rápidas que los adultos, las que son mucho más ciertas, pues no están condicionados por el pasado de una memoria estructurada. Su experiencia subjetiva los pone en contacto directo con los métodos empleados en la formación de los eventos.
Los niños comprenden la importancia de los símbolos y los utilizan constantemente para protegerse, no de su propia realidad, sino del mundo de los adultos. Muy rápidamente aprenden que una pretensión persistente, en cualquier área de su vida, tendrá como resultado una versión físicamente experimentada, de una actividad imaginada. Son conscientes de que no disponen de libertad completa, ya que ciertas situaciones pretendidas aparecerán más tarde como versiones menos fieles que las imaginadas; y otras parecerán bloqueadas y nunca materializadas.
Antes de que los niños se enteraran de las ideas convencionales de culpa y castigo, se daban cuenta de que era más fácil encontrar buenos eventos por medio del deseo, que encontrar eventos no satisfactorios.
Con el paso del tiempo, el niño gradualmente se da cuenta de que es más fácil aceptar la evaluación de las situaciones que hacen sus padres y poco a poco va desapareciendo la conexión entre sus sentimientos psicológicos y su realidad corporal.

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