Nuestra vida la rigen, básicamente, las creencias adquiridas desde que somos infantes. Podríamos decir que desde el vientre de nuestra madre iniciamos la recopilación de creencias, ya que, de algún modo, ella nos trasmite las suyas telepáticamente. Con el correr de los años, el bloque de creencias conforman lo que podríamos llamar nuestro “Cuerpo de Creencias”.Allí las encontramos de todo tipo: religiosas, políticas, filosóficas, en fin, todo lo que creemos sobre el mundo, la realidad, nosotros, nuestros propósitos en la vida, nuestra razón de ser. Las creencias nos las trasmiten padres, hermanos, parientes, maestros, sacerdotes, pastores, rabinos, condiscípulos, amigos, políticos, personas con quienes hemos estado en contacto siempre. Cuando ya somos adultos, nuestro Cuerpo de Creencias es tan sólido e infranqueable que muy difícilmente aceptamos cambiarlas, a pesar de la aparente o real certeza de otras creencias que llegan a nuestro conocimiento. Nuestro Cuerpo de Creencias es el caparazón que nos protege del asalto de las afirmaciones que nos llegan y que son contrarias a lo que siempre hemos creído. Cuando alguien nos las suelta, nos sentimos amenazados y utilizamos el caparazón, como la tortuga. No razonamos, ni oímos, simplemente rechazamos y luego buscamos los argumentos para justificar el rechazo. Con frecuencia decimos o nos dicen que hay que tener la mente abierta y nos tranquilizamos pensando que, efectivamente, tenemos la mente abierta. Es una manera de evitar el examen de nuestras creencias que, cuando son adecuadas, nos ayudan en la vida, pero cuando no lo son, impiden su normal desarrollo.
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