Muchos de nosotros nos consideramos idealistas, de una u otra forma, por nosotros mismos y por otras personas. Hemos venido presentando esquemas de realidades políticas y sociales que están lejos de ser ideales. Hemos tratado de resaltar muchas creencias que debilitan nuestra integridad personal como individuos y contribuyen a crear los problemas corrientes del mundo masivo.
Muy pocas personas actúan realmente con una intención malvada. Cualquier situación desafortunada en el campo de la medicina, la ciencia, o la religión, no es el resultado de un determinado esfuerzo por sabotear la “idea”, sino que ocurre porque los hombres creen que cualquier medio se justifica en la búsqueda del ideal.
En nuestra sociedad, cuando la ciencia parece traicionarnos, es porque sus métodos no son dignos de su intención. Son tan indignos y tan apartados del propósito primordial de la ciencia, que los métodos mismos casi se convierten en una actitud anticientífica que pasa desapercibida. Lo mismo puede decirse de la medicina, cuando con su propósito meritorio de salvar la vida, sus métodos la conducen a experimentos indignos en los que la vida se destruye, con el propósito de salvar un mayor número de vidas. Superficialmente, estos métodos parecen lamentables pero necesarios, pero implicaciones más profundas superan ampliamente los beneficios temporales, ya que con tales métodos el hombre pierde de vista lo sagrada que es la vida y empieza a tratarla desdeñosamente.
Con frecuencia, condonamos estos actos tan reprensibles, cuando pensamos que ellos se comenten en la búsqueda de un bien mayor. Tenemos la tendencia a concentrarnos directamente en el mal, y a pensar en términos de los “poderes del bien y el mal”, estando convencidos de la fuerza del mal. El mal no existe en esos términos, razón por la cual tanta gente, aparentemente idealista, se puede asociar para ejecutar acciones reprensibles, mientras se dicen a sí mismas que son acciones justificadas por ser métodos para el logro de un buen fin.
Esa es la razón por la que los fanáticos se sienten justificados en sus acciones. Cuando nos permitimos esta manera de pensar, en blanco y negro, tratamos muy pobremente nuestros ideales. Toda acción que no esté de acuerdo con ese ideal, empieza a desentrañar el ideal hasta sus mismas raíces. Tal como lo hemos afirmado anteriormente, si nos sentimos indignos e impotentes para actuar, y si somos idealistas, podemos empezar a sentir que el ideal existe tan lejos en el futuro, que es necesario dar pasos que de otra manera no daríamos para lograrlo. Cuando esto ocurre, el ideal se erosiona. Si queremos ser verdaderos idealistas prácticos, es necesario que cada paso que demos en el camino sea digno de nuestra meta.
El sistema de libre empresa ha permanecido en medio de orígenes extraños. Está basado en la creencia democrática de que cada individuo tiene el derecho de propender por una vida meritoria y equitativa. Pero esto se relacionó muy estrechamente con las ideas de Darwin sobre “la supervivencia del más fuerte”, con la creencia de que cada persona debe buscar su propio bien, a expensas de otros, con la concepción equivocada de que todos los miembros de una especie están en competencia unos con otros y que cada especie está en competencia con cada una de las otras especies.
Las leyes de la oferta y la demanda son interpretaciones equivocadas que tienen como base la creencia en la naturaleza codiciosa básica del hombre. El ideal que hemos mantenido es excelente: el derecho de cada individuo a propender por una existencia equitativa, meritoria y digna. Sin embargo, los medios empleados han ayudado a erosionar ese ideal y la interpretación pública de los principios de Darwin fueron transferidos al área de la economía y a la imagen del hombre como animal político.
La Religión y la Ciencia, por igual, le negaron a las otras especies cualquier tipo de conciencia real. Cuando el hombre hablaba de lo sagrado de la vida, se refería a la vida humana solamente. Nuestra especie no está en competencia con otras especies, ni estamos en una competencia natural con nosotros mismos, ni el mundo natural es, en manera alguna, el resultado de la competencia entre las especies. Si ese fuera el caso, no tendríamos un mundo en absoluto.
Mientras creamos en la competencia, ésta se convertirá no solo en una realidad, sino en un ideal. A los niños se les enseña a competir entre ellos. El niño, de manera natural, compite consigo mismo, con el ánimo de superar sus actuaciones anteriores. La competencia ha sido promovida como un ideal en todos los niveles de actividad. Es como si debiéramos compararnos con otros para ver como lo estamos haciendo. Cuando se nos enseña que no debemos confiar en nuestras propias habilidades, es cuando más necesitamos la opinión de otros. No nos estamos refiriendo a una competencia gustosa y agradable, sino a la competencia decidida, rigurosa, desesperada, y a veces mortífera, en la que los valores de una persona se miden por el número de individuos que ha dejado tendidos a su paso. Esta situación se presenta en la economía, la política, la medicina, la ciencia, y aún en las religiones. Por eso es necesario reafirmar el hecho de que la vida es en realidad una aventura cooperativa.
Como individuos, existimos físicamente por la cooperación biológica que existe entre nuestra especie y todas las demás, y porque a niveles más profundos existen afiliaciones entre las células de todas las especies. La búsqueda y el logro satisfactorio de valores corresponden a una propensión psicológica y física del individuo, que contribuye al mejor desarrollo posible de cada conciencia y de todas las conciencias. Esta propensión opera dentro de la estructura de la materia. Hemos querido resaltar la naturaleza cooperativa de todas las unidades de conciencia dentro de nuestro mundo físico.
Muy pocas personas actúan realmente con una intención malvada. Cualquier situación desafortunada en el campo de la medicina, la ciencia, o la religión, no es el resultado de un determinado esfuerzo por sabotear la “idea”, sino que ocurre porque los hombres creen que cualquier medio se justifica en la búsqueda del ideal.
En nuestra sociedad, cuando la ciencia parece traicionarnos, es porque sus métodos no son dignos de su intención. Son tan indignos y tan apartados del propósito primordial de la ciencia, que los métodos mismos casi se convierten en una actitud anticientífica que pasa desapercibida. Lo mismo puede decirse de la medicina, cuando con su propósito meritorio de salvar la vida, sus métodos la conducen a experimentos indignos en los que la vida se destruye, con el propósito de salvar un mayor número de vidas. Superficialmente, estos métodos parecen lamentables pero necesarios, pero implicaciones más profundas superan ampliamente los beneficios temporales, ya que con tales métodos el hombre pierde de vista lo sagrada que es la vida y empieza a tratarla desdeñosamente.
Con frecuencia, condonamos estos actos tan reprensibles, cuando pensamos que ellos se comenten en la búsqueda de un bien mayor. Tenemos la tendencia a concentrarnos directamente en el mal, y a pensar en términos de los “poderes del bien y el mal”, estando convencidos de la fuerza del mal. El mal no existe en esos términos, razón por la cual tanta gente, aparentemente idealista, se puede asociar para ejecutar acciones reprensibles, mientras se dicen a sí mismas que son acciones justificadas por ser métodos para el logro de un buen fin.
Esa es la razón por la que los fanáticos se sienten justificados en sus acciones. Cuando nos permitimos esta manera de pensar, en blanco y negro, tratamos muy pobremente nuestros ideales. Toda acción que no esté de acuerdo con ese ideal, empieza a desentrañar el ideal hasta sus mismas raíces. Tal como lo hemos afirmado anteriormente, si nos sentimos indignos e impotentes para actuar, y si somos idealistas, podemos empezar a sentir que el ideal existe tan lejos en el futuro, que es necesario dar pasos que de otra manera no daríamos para lograrlo. Cuando esto ocurre, el ideal se erosiona. Si queremos ser verdaderos idealistas prácticos, es necesario que cada paso que demos en el camino sea digno de nuestra meta.
El sistema de libre empresa ha permanecido en medio de orígenes extraños. Está basado en la creencia democrática de que cada individuo tiene el derecho de propender por una vida meritoria y equitativa. Pero esto se relacionó muy estrechamente con las ideas de Darwin sobre “la supervivencia del más fuerte”, con la creencia de que cada persona debe buscar su propio bien, a expensas de otros, con la concepción equivocada de que todos los miembros de una especie están en competencia unos con otros y que cada especie está en competencia con cada una de las otras especies.
Las leyes de la oferta y la demanda son interpretaciones equivocadas que tienen como base la creencia en la naturaleza codiciosa básica del hombre. El ideal que hemos mantenido es excelente: el derecho de cada individuo a propender por una existencia equitativa, meritoria y digna. Sin embargo, los medios empleados han ayudado a erosionar ese ideal y la interpretación pública de los principios de Darwin fueron transferidos al área de la economía y a la imagen del hombre como animal político.
La Religión y la Ciencia, por igual, le negaron a las otras especies cualquier tipo de conciencia real. Cuando el hombre hablaba de lo sagrado de la vida, se refería a la vida humana solamente. Nuestra especie no está en competencia con otras especies, ni estamos en una competencia natural con nosotros mismos, ni el mundo natural es, en manera alguna, el resultado de la competencia entre las especies. Si ese fuera el caso, no tendríamos un mundo en absoluto.
Mientras creamos en la competencia, ésta se convertirá no solo en una realidad, sino en un ideal. A los niños se les enseña a competir entre ellos. El niño, de manera natural, compite consigo mismo, con el ánimo de superar sus actuaciones anteriores. La competencia ha sido promovida como un ideal en todos los niveles de actividad. Es como si debiéramos compararnos con otros para ver como lo estamos haciendo. Cuando se nos enseña que no debemos confiar en nuestras propias habilidades, es cuando más necesitamos la opinión de otros. No nos estamos refiriendo a una competencia gustosa y agradable, sino a la competencia decidida, rigurosa, desesperada, y a veces mortífera, en la que los valores de una persona se miden por el número de individuos que ha dejado tendidos a su paso. Esta situación se presenta en la economía, la política, la medicina, la ciencia, y aún en las religiones. Por eso es necesario reafirmar el hecho de que la vida es en realidad una aventura cooperativa.
Como individuos, existimos físicamente por la cooperación biológica que existe entre nuestra especie y todas las demás, y porque a niveles más profundos existen afiliaciones entre las células de todas las especies. La búsqueda y el logro satisfactorio de valores corresponden a una propensión psicológica y física del individuo, que contribuye al mejor desarrollo posible de cada conciencia y de todas las conciencias. Esta propensión opera dentro de la estructura de la materia. Hemos querido resaltar la naturaleza cooperativa de todas las unidades de conciencia dentro de nuestro mundo físico.
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