Tenemos meditaciones para el desastre y creencias que atraen las tragedias personales y masivas. Usualmente están enmascaradas con la vestidura de la aceptación convencional. Miles de personas pueden morir en una batalla, o en una guerra, por ejemplo. Las muertes se aceptan casi como algo corriente. Se les considera, simplemente, víctimas de la guerra. A nadie se le ocurre que son víctimas de “creencias”, ya que las armas, las bombas y el combate, son bastante reales.
El enemigo es obvio y sus intenciones son malvadas. Las guerras son ejemplos de suicidios colectivos, con toda su parafernalia de batalla, llevadas a cabo por medio de la sugestión masiva y con los mayores recursos de una nación, por hombres que están convencidos de que el universo es inseguro, que no se puede confiar en el ser humano y que los extranjeros son siempre hostiles. Damos por sentado que la especie es agresivamente combativa. Pensamos que es necesario anticiparnos a las intenciones de la nación enemiga, antes de que nos destruya. Estas tendencias paranoicas se esconden, principalmente, bajo banderas nacionalistas.
“El fin justifica los medios”. Esta es otra creencia demasiado dañina. Las guerras religiosas siempre han tenido tendencias paranoicas, ya que el fanático le teme a las creencias en conflicto y a los sistemas que las acogen.
Tenemos epidemias que surgen ocasionalmente y que dejan víctimas mortales. Parcialmente, estas son también víctimas de creencias, ya que creemos que el cuerpo natural es la víctima natural de los virus y las enfermedades, sobre los que no tenemos control personal, a excepción del provisto por la medicina. En la profesión médica, la sugestión general que opera es la que enfatiza y exagera la vulnerabilidad del cuerpo y desestima sus habilidades para la curación natural. La gente muere cuando está lista para morir, por sus propias razones. Ninguna persona muere sin una razón. Esto no es lo que se nos enseña y por eso la gente no reconoce sus propias razones para morir; y tampoco se le enseña a reconocer sus propias razones para vivir, ya que se nos dice que la vida misma es un accidente en el juego cósmico del azar.
Por esta razón, no podemos confiar en nuestras propias intuiciones. Pensamos que nuestro propósito en la vida es ser algo diferente, o alguien diferente, distinto de lo que somos. En una situación como esta, muchas personas buscan causas y tienen la esperanza de mezclar los propósitos de la causa con el suyo propio, que no ha reconocido.
Han existido muchos grandes hombres involucrados con causas a las que les aportan sus energías, recursos y soporte. Estas personas reconocen la importancia de sus propios seres y le agregan esa vitalidad a las causas en las que creen. Ellas no supeditan su individualidad a las causas. En lugar de eso, reafirman su individualidad para ser más ellos mismos. Extienden sus horizontes, van más allá de los paisajes mentales convencionales, guiados por su entusiasmo y vitalidad, por su curiosidad y amor, y no por el miedo.
Muchas personas perdieron la vida hace unos años en la tragedia de Guyana. Voluntariamente tomaron el veneno ordenado por su líder. No tenían ejércitos rodeándolos. No les lanzaron bombas. No hubo un virus esparcido en la multitud. La gente sucumbió a una “epidemia de creencias”, en un entorno mental y físico cerrado. Los verdugos fueron las ideas siguientes: Que el mundo es inseguro y que cada día que pasa es más mortífero; que la especie misma está manchada con una intención mortal; que el individuo no tiene ningún poder sobre su realidad; que la sociedad y las condiciones sociales existen como cosas en sí mismas y que sus propósitos van en dirección contraria a la satisfacción del individuo; que el fin justifica los medios y que la acción de cualquier tipo de dios no tiene poder sobre el mundo. Las personas que murieron eran idealistas, perfeccionistas en extremo, cuyo deseo por el bien estaba manchado y distorsionado por las creencias mencionadas.
El hombre es de buenas intenciones. Cuando vemos el mal en todas las intenciones del hombre, en nuestras propias acciones y en las acciones de otros, nos ponemos en contra de nuestra propia existencia. Nos enfocamos en la diferencia que existe entre nuestros ideales y nuestra experiencia, hasta que esa diferencia es lo único real. No vemos la buena intención del hombre, ya que, en comparación con nuestros ideales, el bien en el mundo parece ser tan minúsculo que lo asemeja a una farsa.
Estas personas tienen miedo de sí mismas y de la naturaleza de su existencia. Pueden ser inteligentes o estúpidas, dotadas o corrientes, pero tienen miedo de experimentarse a sí mismas como tales, o de actuar de acuerdo con sus propios deseos. Contribuyen a crear el dogma, el sistema, o el culto, del cual son víctimas. Esperan que su líder actúe por ellas. Hasta cierto punto, el líder absorbe su paranoia, hasta convertirla en una fuerza insaciable en él. Es “víctima” de sus seguidores y estos, a la vez, son sus “victimas”.
En la tragedia de Guyana, norteamericanos llenos de confianza y fortaleza morían en una playa suramericana, pero no con las banderas de una guerra, que bajo ciertas condiciones habría sido aceptable para ellos. No se trataba de norteamericanos muriendo en una revolución sangrienta, en medio de terroristas. Tenemos norteamericanos sucumbiendo en tierra extraña, por unas creencias que son peculiarmente norteamericanas.
Los norteamericanos han tenido la creencia de que el dinero resuelve casi todos los problemas. Muchos jóvenes llegan a la edad adulta viviendo en casas muy lujosas y en muy buenos vecindarios. Ellos parecen estar en el pináculo de la vida y ser lo mejor que la sociedad puede ofrecer. Quizá nunca tuvieron que trabajar para vivir. Pueden haber estudiado en las mejores universidades. Sin embargo, ellos son los primeros en darse cuenta de que tales ventajas no necesariamente le suman a la calidad de la vida. Los padres han trabajado duro para darles a sus hijos tales ventajas y están sorprendidos y confusos por las actitudes de sus hijos. Muchas veces el dinero y la posición social se han adquirido como consecuencia de la creencia en la naturaleza competitiva del hombre, y esa misma creencia minimiza los galardones que produce. Muchos padres han creído que el propósito de la vida es hacer mucho dinero y que la virtud consiste en tener el mejor carro, la mejor casa, o la mejor piscina, como prueba de que uno puede sobrevivir en un mundo de rapiña. Sin embargo, surgen ciertas preguntas en relación con los hijos: Qué pasa con aquellos otros sentimientos que se agitan en sus conciencias? Qué pasa con aquellos propósitos que ellos sienten? Los corazones de muchos de ellos eran como vacíos esperando ser llenados. Buscaron valores pero, al mismo tiempo, sintieron que también eran hijos de una especie imperfecta, de cabos sueltos y sin un destino claro. Ensayaron varias religiones y, a la luz de sus opiniones sobre ellos mismos, las ventajas iniciales solo sirvieron para condenarlos. Ensayaron programas sociales y encontraron una curiosa sensación de pertenencia con los desaventajados, pues ellos tampoco tenían raíces. Los desaventajados y los aventajados se unieron en un vínculo de desesperanza, dotando a un líder con el poder que ellos sentían no tener.
Finalmente estos jóvenes se aislaron del mundo que conocían y la voz de su líder al micrófono se convirtió en una mezcla magnificada de sus propias voces. En la muerte, ellos satisficieron sus propósitos por medio de una manifestación masiva. Esto haría que los norteamericanos se cuestionaran sobre la naturaleza de su sociedad, su religión, su política y sus creencias.
El enemigo es obvio y sus intenciones son malvadas. Las guerras son ejemplos de suicidios colectivos, con toda su parafernalia de batalla, llevadas a cabo por medio de la sugestión masiva y con los mayores recursos de una nación, por hombres que están convencidos de que el universo es inseguro, que no se puede confiar en el ser humano y que los extranjeros son siempre hostiles. Damos por sentado que la especie es agresivamente combativa. Pensamos que es necesario anticiparnos a las intenciones de la nación enemiga, antes de que nos destruya. Estas tendencias paranoicas se esconden, principalmente, bajo banderas nacionalistas.
“El fin justifica los medios”. Esta es otra creencia demasiado dañina. Las guerras religiosas siempre han tenido tendencias paranoicas, ya que el fanático le teme a las creencias en conflicto y a los sistemas que las acogen.
Tenemos epidemias que surgen ocasionalmente y que dejan víctimas mortales. Parcialmente, estas son también víctimas de creencias, ya que creemos que el cuerpo natural es la víctima natural de los virus y las enfermedades, sobre los que no tenemos control personal, a excepción del provisto por la medicina. En la profesión médica, la sugestión general que opera es la que enfatiza y exagera la vulnerabilidad del cuerpo y desestima sus habilidades para la curación natural. La gente muere cuando está lista para morir, por sus propias razones. Ninguna persona muere sin una razón. Esto no es lo que se nos enseña y por eso la gente no reconoce sus propias razones para morir; y tampoco se le enseña a reconocer sus propias razones para vivir, ya que se nos dice que la vida misma es un accidente en el juego cósmico del azar.
Por esta razón, no podemos confiar en nuestras propias intuiciones. Pensamos que nuestro propósito en la vida es ser algo diferente, o alguien diferente, distinto de lo que somos. En una situación como esta, muchas personas buscan causas y tienen la esperanza de mezclar los propósitos de la causa con el suyo propio, que no ha reconocido.
Han existido muchos grandes hombres involucrados con causas a las que les aportan sus energías, recursos y soporte. Estas personas reconocen la importancia de sus propios seres y le agregan esa vitalidad a las causas en las que creen. Ellas no supeditan su individualidad a las causas. En lugar de eso, reafirman su individualidad para ser más ellos mismos. Extienden sus horizontes, van más allá de los paisajes mentales convencionales, guiados por su entusiasmo y vitalidad, por su curiosidad y amor, y no por el miedo.
Muchas personas perdieron la vida hace unos años en la tragedia de Guyana. Voluntariamente tomaron el veneno ordenado por su líder. No tenían ejércitos rodeándolos. No les lanzaron bombas. No hubo un virus esparcido en la multitud. La gente sucumbió a una “epidemia de creencias”, en un entorno mental y físico cerrado. Los verdugos fueron las ideas siguientes: Que el mundo es inseguro y que cada día que pasa es más mortífero; que la especie misma está manchada con una intención mortal; que el individuo no tiene ningún poder sobre su realidad; que la sociedad y las condiciones sociales existen como cosas en sí mismas y que sus propósitos van en dirección contraria a la satisfacción del individuo; que el fin justifica los medios y que la acción de cualquier tipo de dios no tiene poder sobre el mundo. Las personas que murieron eran idealistas, perfeccionistas en extremo, cuyo deseo por el bien estaba manchado y distorsionado por las creencias mencionadas.
El hombre es de buenas intenciones. Cuando vemos el mal en todas las intenciones del hombre, en nuestras propias acciones y en las acciones de otros, nos ponemos en contra de nuestra propia existencia. Nos enfocamos en la diferencia que existe entre nuestros ideales y nuestra experiencia, hasta que esa diferencia es lo único real. No vemos la buena intención del hombre, ya que, en comparación con nuestros ideales, el bien en el mundo parece ser tan minúsculo que lo asemeja a una farsa.
Estas personas tienen miedo de sí mismas y de la naturaleza de su existencia. Pueden ser inteligentes o estúpidas, dotadas o corrientes, pero tienen miedo de experimentarse a sí mismas como tales, o de actuar de acuerdo con sus propios deseos. Contribuyen a crear el dogma, el sistema, o el culto, del cual son víctimas. Esperan que su líder actúe por ellas. Hasta cierto punto, el líder absorbe su paranoia, hasta convertirla en una fuerza insaciable en él. Es “víctima” de sus seguidores y estos, a la vez, son sus “victimas”.
En la tragedia de Guyana, norteamericanos llenos de confianza y fortaleza morían en una playa suramericana, pero no con las banderas de una guerra, que bajo ciertas condiciones habría sido aceptable para ellos. No se trataba de norteamericanos muriendo en una revolución sangrienta, en medio de terroristas. Tenemos norteamericanos sucumbiendo en tierra extraña, por unas creencias que son peculiarmente norteamericanas.
Los norteamericanos han tenido la creencia de que el dinero resuelve casi todos los problemas. Muchos jóvenes llegan a la edad adulta viviendo en casas muy lujosas y en muy buenos vecindarios. Ellos parecen estar en el pináculo de la vida y ser lo mejor que la sociedad puede ofrecer. Quizá nunca tuvieron que trabajar para vivir. Pueden haber estudiado en las mejores universidades. Sin embargo, ellos son los primeros en darse cuenta de que tales ventajas no necesariamente le suman a la calidad de la vida. Los padres han trabajado duro para darles a sus hijos tales ventajas y están sorprendidos y confusos por las actitudes de sus hijos. Muchas veces el dinero y la posición social se han adquirido como consecuencia de la creencia en la naturaleza competitiva del hombre, y esa misma creencia minimiza los galardones que produce. Muchos padres han creído que el propósito de la vida es hacer mucho dinero y que la virtud consiste en tener el mejor carro, la mejor casa, o la mejor piscina, como prueba de que uno puede sobrevivir en un mundo de rapiña. Sin embargo, surgen ciertas preguntas en relación con los hijos: Qué pasa con aquellos otros sentimientos que se agitan en sus conciencias? Qué pasa con aquellos propósitos que ellos sienten? Los corazones de muchos de ellos eran como vacíos esperando ser llenados. Buscaron valores pero, al mismo tiempo, sintieron que también eran hijos de una especie imperfecta, de cabos sueltos y sin un destino claro. Ensayaron varias religiones y, a la luz de sus opiniones sobre ellos mismos, las ventajas iniciales solo sirvieron para condenarlos. Ensayaron programas sociales y encontraron una curiosa sensación de pertenencia con los desaventajados, pues ellos tampoco tenían raíces. Los desaventajados y los aventajados se unieron en un vínculo de desesperanza, dotando a un líder con el poder que ellos sentían no tener.
Finalmente estos jóvenes se aislaron del mundo que conocían y la voz de su líder al micrófono se convirtió en una mezcla magnificada de sus propias voces. En la muerte, ellos satisficieron sus propósitos por medio de una manifestación masiva. Esto haría que los norteamericanos se cuestionaran sobre la naturaleza de su sociedad, su religión, su política y sus creencias.
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